A saber por qué, en la cima de esa estadística deliciosamente subjetiva de los cuentos del volumen que más han llamado la atención de los lectores se encuentra este:
NIETZSCHE Y SU AMO
Cerró
la puerta con dos vueltas de llave y al girarse vio la sombra de su propia
imagen en el espejo del mueble del recibidor. El perro, su perro –un perro de
dos años que respondía a la llamada de Nietzsche–, se adelantó discretamente a
lo largo del pasillo y luego se detuvo en el umbral de la cocina sin atreverse
a entrar. Su amo se dijo que no podía tener hambre a esas horas, no puedes
tener hambre a estas horas, dijo, y lo dijo con el desgarro dulce de quienes
cultivan el hábito de hablar a los animales, como si, lejos de reprenderlo, lo
aleccionara en su conducta futura, y eso pese a que él sabía que su Nietzsche
siempre hacía lo mismo cuando regresaban de la calle: adelantarse por el
pasillo y detenerse en el umbral de la cocina sin atreverse a entrar. El
movimiento de la cola era casi cómico contemplado así, desde atrás, a una
distancia de varios metros y desde esa perspectiva oblicua, o forzosamente
oblicua –salvo en el caso de niños muy pequeños y de accidentados en silla de
ruedas–, que se impone en las relaciones entre los perros y sus amos.
Con
mucho cuidado se quitó los guantes y los zapatos en el cuarto de baño,
cerciorándose de que no guardaban restos de nada. Erigió un montón informe con
los pantalones, los calcetines, la camisa, el jersey de lana y los
calzoncillos, y en un abrazo lo llevó todo al depósito de la lavadora, que fue
accionada en su programa más largo. Y si a la vieja de arriba le molesta, pues
que se joda como yo me jodo cuando le traen a los nietos el domingo por la
mañana, dijo mientras buscaba los ojos y la complicidad de Nietzsche. Sin
pretenderlo, se volvió a ver, ahora completamente desnudo, en el espejo del
mueble del recibidor, pero la imagen de su propio cuerpo se mezcló con otras
que lo perseguían sin sosiego desde las primeras horas de la tarde, así que
agarró su sexo erecto y se masturbó y eyaculó sobre las losas como los
dotadísimos héroes de sus películas. El cuerpo rejuvenecido se metió bajo el
agua fría de la ducha, se enjabonó hasta tres veces y hasta tres veces se quitó
la espuma de la cabeza, de las axilas y del pubis. Eran más de las doce; se
comería un bocata de cualquier cosa y se bebería una lata de cerveza delante
del televisor, desnudo siempre, compartiendo con Nietzsche una cinta alquilada
en el videoclub para todo el fin de semana: La orgía atómica.
Así
fue, salvo que no había previsto volverse a masturbar a los veinte minutos de
ponerla; así que se aburrió, la quitó, sintió un principio de sueño y decidió
fumarse el último cigarrillo antes de apagar la tele y dejar de jugar con el
mando. La oferta era malísima a pesar de ser viernes. El canal regional, por
ejemplo, emitía un programa estúpido desde una especie de bar de copas muy
cutre donde todas las chicas sonreían como putas y todos los chicos las
emulaban como cabrones. De pronto el presentador dijo que no nos moviéramos,
que volverían después de una breve pausa, que no los dejáramos con toda esa
marcha en el cuerpo. Entonces se adueñó de la pantalla el rótulo AVANCE
INFORMATIVO y enseguida un viejo con ojeras afirmó delante de un micrófono anacrónico
que se habían producido ciertas novedades en el caso de las últimas
violaciones, y que desgraciadamente la víctima más reciente, la de esta tarde,
tampoco había podido salvar la vida; pero que en los aledaños del crimen se
habían descubierto las pisadas de sangre de un perro y que el equipo de
forenses ya las estaba analizando.
El
amo desnudo aplastó la colilla en la palma de su propia mano, miró a Nietzsche
con lágrimas en los ojos y supo que la noche iba a ser muy larga para los dos.
De La sonrisa del ahorcado, págs. 111-112
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