jueves, 13 de marzo de 2014

BOTÓN DE MUESTRA

Es probable que el filósofo Nietzsche, en su postrer delirio en las calles de Turín, se abrazara a un caballo golpeado para censurarle a Descartes que los animales carezcan de alma, postura que defendía el galo; o bien para significar en una escena inmortal su divina irreverencia, como si, harto de los hombres y de la estupidez de su látigo, se postrara ante la inocencia y la fidelidad de la bestia.
A saber por qué, en la cima de esa estadística deliciosamente subjetiva de los cuentos del volumen que más han llamado la atención de los lectores se encuentra este:


NIETZSCHE Y SU AMO

            Cerró la puerta con dos vueltas de llave y al girarse vio la sombra de su propia imagen en el espejo del mueble del recibidor. El perro, su perro –un perro de dos años que respondía a la llamada de Nietzsche–, se adelantó discretamente a lo largo del pasillo y luego se detuvo en el umbral de la cocina sin atreverse a entrar. Su amo se dijo que no podía tener hambre a esas horas, no puedes tener hambre a estas horas, dijo, y lo dijo con el desgarro dulce de quienes cultivan el hábito de hablar a los animales, como si, lejos de reprenderlo, lo aleccionara en su conducta futura, y eso pese a que él sabía que su Nietzsche siempre hacía lo mismo cuando regresaban de la calle: adelantarse por el pasillo y detenerse en el umbral de la cocina sin atreverse a entrar. El movimiento de la cola era casi cómico contemplado así, desde atrás, a una distancia de varios metros y desde esa perspectiva oblicua, o forzosamente oblicua –salvo en el caso de niños muy pequeños y de accidentados en silla de ruedas–, que se impone en las relaciones entre los perros y sus amos.

            Con mucho cuidado se quitó los guantes y los zapatos en el cuarto de baño, cerciorándose de que no guardaban restos de nada. Erigió un montón informe con los pantalones, los calcetines, la camisa, el jersey de lana y los calzoncillos, y en un abrazo lo llevó todo al depósito de la lavadora, que fue accionada en su programa más largo. Y si a la vieja de arriba le molesta, pues que se joda como yo me jodo cuando le traen a los nietos el domingo por la mañana, dijo mientras buscaba los ojos y la complicidad de Nietzsche. Sin pretenderlo, se volvió a ver, ahora completamente desnudo, en el espejo del mueble del recibidor, pero la imagen de su propio cuerpo se mezcló con otras que lo perseguían sin sosiego desde las primeras horas de la tarde, así que agarró su sexo erecto y se masturbó y eyaculó sobre las losas como los dotadísimos héroes de sus películas. El cuerpo rejuvenecido se metió bajo el agua fría de la ducha, se enjabonó hasta tres veces y hasta tres veces se quitó la espuma de la cabeza, de las axilas y del pubis. Eran más de las doce; se comería un bocata de cualquier cosa y se bebería una lata de cerveza delante del televisor, desnudo siempre, compartiendo con Nietzsche una cinta alquilada en el videoclub para todo el fin de semana: La orgía atómica.

            Así fue, salvo que no había previsto volverse a masturbar a los veinte minutos de ponerla; así que se aburrió, la quitó, sintió un principio de sueño y decidió fumarse el último cigarrillo antes de apagar la tele y dejar de jugar con el mando. La oferta era malísima a pesar de ser viernes. El canal regional, por ejemplo, emitía un programa estúpido desde una especie de bar de copas muy cutre donde todas las chicas sonreían como putas y todos los chicos las emulaban como cabrones. De pronto el presentador dijo que no nos moviéramos, que volverían después de una breve pausa, que no los dejáramos con toda esa marcha en el cuerpo. Entonces se adueñó de la pantalla el rótulo AVANCE INFORMATIVO y enseguida un viejo con ojeras afirmó delante de un micrófono anacrónico que se habían producido ciertas novedades en el caso de las últimas violaciones, y que desgraciadamente la víctima más reciente, la de esta tarde, tampoco había podido salvar la vida; pero que en los aledaños del crimen se habían descubierto las pisadas de sangre de un perro y que el equipo de forenses ya las estaba analizando.

            El amo desnudo aplastó la colilla en la palma de su propia mano, miró a Nietzsche con lágrimas en los ojos y supo que la noche iba a ser muy larga para los dos.
  
De La sonrisa del ahorcado, págs. 111-112